Es verdad que ya hace más de 30 años que fui alumno de esta facultad, y, preparando las notas para esta intervención, recordaba que también entonces nos planteamos cómo afrontar los retos de futuro de la economía española.
Entonces eran retos bien distintos, vinculados fundamentalmente a la necesidad de adaptar nuestra economía a la Unión Europea a la que acabamos de entrar a mediados de los años 80.
Ciertamente, a las distintas generaciones se le van planteando diferentes circunstancias y a cada una de ellas se les exige un esfuerzo importante. Digo esto porque a veces se percibe en la sociedad española un cierto adanismo y una tendencia a minusvalorar las dificultades y los logros de los que nos precedieron, actitud que me parece un error más que notable, del mismo calibre que el que, en sentido contrario, cometen quienes piensan que las generaciones de hoy día tienen las cosas más fáciles.
Yo no lo creo porque no solo hay que tener en cuenta el calibre de los problemas, sino también la vertiginosidad con la que se plantean. Y es muy evidente que la velocidad a la que se suceden hoy los acontecimientos y los cambios superan con mucho la de épocas anteriores.
Por ejemplo, los avances tecnológicos están obligando a introducir transformaciones en el sistema productivo, en todos los procesos de gestión, en la gestión de las empresas y en el funcionamiento de los mercados, y que antes tardaban muchísimo tiempo en implementarse.
No hace tanto, se podía anunciar con mucha antelación –hablo de años, e incluso décadas— el futuro que habría de venir y en el que las innovaciones disruptivas pasarían del laboratorio a la mesa de trabajo. Incluso era mucho más largo el período de tiempo que pasaba desde que una innovación era conocida en Estados Unidos hasta que cruzara el Atlántico y se implementara en lo que llamábamos países en vías de desarrollo.
Hoy día, sin embargo, sabemos que muchos de esos cambios se producen de forma casi instantánea.
Evidentemente, las empresas que son capaces de incorporarse a estos procesos van tomando ventaja competitiva, marcando una distancia creciente con las que se aferran a su modo de hacer tradicional e intentan competir a base de precios bajos. Particularmente, no es que crea que no hay sitio para estas últimas empresas, pero sí que ese espacio se va achicando a ojos vista. Y este análisis podemos replicarlo no solo a nivel empresarial, sino en el ámbito más amplio de economías regionales o nacionales.
Sin duda que, para conocer esos procesos de cambio, para predecirlos en la media de lo posible y para instrumentar estrategias de adaptación, los economistas tenemos mucho que decir y para eso antes mucho que estudiar y mucho que trabajar. Para empezar, en el ámbito natural de investigación y de transmisión de conocimiento, como es la Universidad.
Porque adquirir las herramientas y habilidades necesarias en este nuevo contexto es una necesidad de todos y se proyecta a las empresas, por supuesto, pero también a las Administraciones y muy singularmente al conjunto del sistema educativo, del que forman parte quienes participan en estas jornadas.
Hace solo unos días, le oía decir al Presidente Ejecutivo de Telefónica, José María Alvarez-Pallete, que el proceso de revolución digital exige una adaptación generalizada de todos los perfiles profesionales a las nuevas demandas. Así que venía a decir que necesitamos abogados digitales, economistas digitales, y llegaba decir que hasta filósofos digitales.
Y paralelamente, estas nuevas capacitaciones no se requieren únicamente para afrontar es que llamamos nuevos retos sino también otros que arrastramos desde el pasado y que lamentablemente parecen enquistados en nuestra economía, como el alto diferencial de desempleo que mantenemos con el conjunto de Europa.
Y algo similar sucede cuando nos referimos a la necesidad de operar un cambio en el sistema productivo, que particularmente creo que sí se está produciendo –y en Andalucía son expresivas las cifras récord de exportaciones, síntoma de la competitividad de nuestra economía-, aunque otra cosa es que ese cambio se esté produciendo con la velocidad y profundidad suficientes.
En ese sentido, el cambio en el modelo de producir no debe vincularse tanto a un cambio en los sectores –no veo el motivo de no continuar fortaleciendo, por ejemplo, nuestro sector agroalimentario andaluz— como a un cambio en el modo de producir, profundizando en líneas maestras como la digitalización, la internacionalización, la formación continuada o la innovación.
En definitiva, incorporando la gestión del cambio a la cultura corporativa de las empresas y de las propias Administraciones Públicas en las que ciertamente hay una inercia histórica que no favorece ese proceso.
Es verdad que todos estos retos los tenemos que afrontar en un contexto de incertidumbres: algunas exteriores, como la deriva proteccionista de la Presidencia Trump o la dificultosa y todavía imprevisible resolución del conflicto del Brexit.
Y otras interiores, como la recurrente sensación de inestabilidad en la que parece haberse instalado España desde el que el electorado tomó libremente la decisión de fragmentarse, alejando los periodos de grandes mayorías que habían caracterizado las etapas anteriores.
En fin, pese a que suele decirse que un pesimista no es más que un optimista bien informado, yo, sin embargo, sí que me siento optimista.
Pienso que, pese a la dureza de la crisis que hemos vivido en la última década, la economía española está hoy más preparada y es más sólida y más fuerte que cuando yo estudiaba en esta facultad, en los años 80.
Creo que también que los economistas, pese todas nuestras limitaciones, estamos en general mejor formados, y más curtidos tras la amarga lección económica y financiera aprendida tras el hundimiento del Lehman Brothers, del qué hace solo unas semanas se han cumplido justo 10 años.
Como sabéis, en estos años yo he tenido una experiencia muy completa en el sector financiero, al que creo que conozco un poco, y puedo deciros que ha hecho los deberes de una forma muy rigurosa, lo cual es fundamental para el futuro de nuestro país.
La economía española va a terminar el año con un crecimiento significativo (entre el 2.6 y el 2.8%) y, aunque vivimos un proceso de desaceleración que puede comenzar a ser preocupante, no hay más remedio que tomárselo como un acicate para que todos nos pongamos las pilas.
Y esa apelación tiene que ser para todos: para las empresas, para las Administraciones, para los agentes sociales y el conjunto de instituciones.
Y, como he dicho hace un momento, este ámbito, el de la Universidad es fundamental. Es, por supuesto, un nutriente de primer orden para que nuestra economía disponga de gente formada y competente, a través de los grados, másteres y programas de Doctorado.
Pero más allá de eso, la Universidad tiene que desempeñar un papel crítico y realizar una aportación intelectual al conjunto de la sociedad, una tarea que compete en primer lugar a los docentes, de los que en estas jornadas tenemos una representación de excelencia, pero que también exige a todos los que están completando la formación universitaria dar lo mejor de sí mismos.
Estoy seguro de que lo van a hacer con entusiasmo y con ganas y por eso ha sido un honor abrir estas jornadas de la mano de la Escuela Internacional de Doctorado y del Instituto de Economía y Negocios de la Universidad de Sevilla.