Es obligado que mis primeras palabras sean de agradecimiento a esta Real Academia por el depósito de confianza que realiza en mí al designarme como miembro de este centenaria institución.
Gracias de corazón a toda la Real Academia y muy especialmente a su presidenta, a su Junta directiva, a los señores y señoras académicos y, por supuesto, también a todos ustedes por su presencia.
Pero más allá del sincero agradecimiento, quiero comenzar mis palabras garantizándoles que a ese depósito de confianza al que hacía referencia voy a responder, en la medida de mis posibilidades, con un compromiso de esfuerzo personal.
Soy, señoras y señores académicos, plenamente consciente de que frente al enorme acervo cultural que representa esta institución, mi aportación siempre será modesta, pero estando convencido de que la cultura es un legado sedimentado sobre esfuerzos individuales y colectivos a lo largo de los tiempos, confío en aportar mi grano de arena a esta Noble y digna institución.
Amigas y amigos,
He tenido la fortuna de ingresar en distintas Academias de Andalucía y de España, desde la Real Academia Europea de Doctores hasta la jerezana de San Dionisio, la Real Academia de Córdoba, o hace unas semanas, la de Santa Isabel de Hungría, de Sevilla.
Todas ellas, así como el conjunto de las Reales Academias de España englobadas en el Instituto España y el más del medio centenar de academias regionales y provinciales que existen en nuestro país, tienen en común ser hijas del largo y fructífero período para las artes, las letras y la cultura en general que conocemos como la Ilustración.
Todas ellas, también esta gaditana, han experimentado y a veces sufrido los inevitables avatares de la historia, pero también cada una de ellas constituyen, hoy día, ejemplos de la perseverancia, del enorme legado que hemos ido recibiendo a lo largo de los siglos, que debemos no solo conservar como un rico tesoro sociocultural, sino también proyectar hacia el presente y el futuro.
Por eso, antes de abordar la cuestión de las estrategias y herramientas para el impulso de la cultura y más concretamente del mecenazgo, en las que quiero centrar mi intervención de ingreso, permítanme una breve reflexión sobre el papel de las Reales Academias en la sociedad de hoy día.
Es posible que haya quien considere a las Reales Academias –a todas, y también a esta en la que tengo el honor de ingresar hoy—una especie de curiosa aportación del pasado que ha logrado pervivir hasta nuestros días.
No seré yo quien deje de reconocer la enorme singularidad de estas instituciones, nacidas como decía antes en la estela del Siglo de las Luces, y que representan, en efecto, un espacio privilegiado para defender y conservar lo que nuestros mayores nos legaron a través de multitud de expresiones artísticas y culturales, que han dado grandeza y solidez a la cultura española, cuya impronta en todo el mundo, en especial en el continente americano, nadie pone en cuestión.
Así es, como bien ha señalado Su Majestad el Rey Don Felipe, las Reales Academias representan “la excelencia, la experiencia y el buen hacer” y precisamente por ello, para adaptarlas a un entorno sociocultural muy distinto del que las vio nacer, necesitan un impulso, o, si lo prefieren, una especie de “aggiornamento” o actualización que les permita no sobrevivir, sino situarse como un elemento de vanguardia en el conocimiento. Para tal propósito nacieron y, respetando su esencia –hoy diríamos su ADN original—, creo que está en nuestra mano propiciar tal empeño de renovación.
Las Academias, en la actualidad, se insertan ciertamente en un entorno cultural, científico y artístico muy diverso al de hace 200 o 300 años. La sociedad ha cambiado mucho, nuevos agentes han aparecido, la cultura se ha extendido afortunadamente por toda la sociedad y lo que hace unos siglos estaba al alcance de unas élites hoy resulta algo mucho más asequible y cercano.
De alguna manera, el sueño de reunir todo el conocimiento universal que hace más de 2000 años alumbró la Biblioteca de Alejandría, hoy podríamos –digo podríamos— encontrarlo en Internet, una gigantesca red que une a las personas y a los pueblos, que ha modificado radicalmente nuestra forma de comunicarnos, de relacionarnos y también de entender el mundo.
Al mismo tiempo, supone un instrumento de extraordinaria importancia que hemos de incorporar a instituciones centenarias como esta que, si han perdurado a lo largo de centurias, ha sido precisamente por su capacidad de adaptación.
Ante un mundo en vertiginoso cambio, ese esfuerzo de puesta al día ha de ser, igualmente, también más profundo y veloz sin que, insisto, alteremos los principios fundacionales y el espíritu de las Reales Academias, que resumiría en la confianza en el pensamiento, en la creación artística y en el esfuerzo intelectual como herramientas no solo de transmisión de saberes sino de mejora de nuestra sociedad.
Y este es precisamente el propósito de mis primeras palabras de esta noche: animar a la Real Academia de Cádiz –a quienes las integráis de manera tan leal y eficaz y quienes, como yo ahora, se incorporan– a dar un impulso a nuestra tarea, con un aire renovador, que os sitúe en la vanguardia del nuevo milenio al servicio de nuestra sociedad.
Cuando hablamos de mejora y progreso de nuestra sociedad no debemos referirnos únicamente al avance material que sin duda nos reportan los avances científico-técnicos, sino también a ese intangible que es la cultura de un pueblo. No nos equivoquemos, sin la cultura v sin las artes, nuestra sociedad no merecería tal nombre pues ambas representan la dignificación de los seres humanos, entendidos tanto individual como colectivamente.
Los intelectuales, los artistas, las mujeres y los hombres que dedican su vida al afán de saber, de transmitir los conocimientos y de crear no son solo herramientas para las artes y la cultura, sino un referente moral de valores como el esfuerzo, la tenacidad y la serenidad, presupuestos todos ellos tal vez inmateriales, pero sin duda perfectamente reconocibles en todos los procesos que conducen al desarrollo humano y social.
Llevar esta reflexión al conjunto de la sociedad es tarea de todos, pero singularmente de instituciones como las Reales Academias que siguen siendo, a pesar de los cambios y dificultades, templo de esos valores, compartidos como otros muchos operadores del saber, algunos también centenarios como las Universidades y otros más recientes, como las instituciones culturales, públicas y privadas, cuyo principal objetivo, compartido con las Academias, es la investigación, la difusión y promoción de la cultura y las artes.
Para ello considero necesario que las Reales Academias busquen y alcancen la complicidad y el apoyo con toda esa red de elementos culturales que operan en nuestro entorno y que interioricen la necesidad de implicar al mayor número de ciudadanos y entidades en beneficio del conjunto de la sociedad donde —y esa es una gozosa realidad de nuestra época— existen capas sociales sensibles a la cultura y el conocimiento mucho más amplias que en los tiempos en que instituciones como la nuestra vieron sus primeras luces.
Soy perfectamente consciente, señoras y señores académicos, que afrontar este reto, que supone incrementar la visibilidad y el reconocimiento de Reales Academias como esta de Cádiz, así como de muchas otras, exige un gran esfuerzo y recursos tanto humanos como económicos.
Pero siempre he hecho mía la frase emblemática de mi paisano cordobés Lucio Anneo Seneca, en el sentido de que ningún viento es favorable si uno no sabe dónde va.
Por eso considero importante, que, junto a nuestra tarea de estudio, investigación y creación, sumemos también esfuerzos para reflexionar sobre el papel que deben jugar las Academias en la sociedad actual y, muy especialmente, sobre el futuro de una institución como la Real Academia de Cádiz, que en mi opinión puede y debe profundizar en el papel de referente cultural que lleva muchos años desempeñando en esta provincia.
Todo el sedimento cultural, investigador y artístico acumulado durante más de dos siglos no puede quedar confinado en bibliotecas ni encerrado entre paredes, oculto a los ojos de las nuevas generaciones porque correríamos el riesgo de caer en la obsolescencia y el olvido. Antes el contrario, esa herencia debe llegar al mayor número de ciudadanos y entidades, para que la valoren, la reconozcan y la incorporen como un activo más, y de singular importancia, a nuestro patrimonio cultural.
Buscar nuevos espacios de colaboración, incorporar nuevos talentos, especialmente entre esa legión de jóvenes inquietos y bien formados con los que afortunadamente contamos hoy en la totalidad de los ámbitos del conocimiento y las artes, acercarnos a la sociedad a cuyo servicio nacieron estas instituciones son algunos de los grandes desafíos que tenemos por delante y a los que yo, a partir de ahora, quisiera sumarme con toda modestia, pero también con toda la ilusión.
Señoras y señores académicos,
Ustedes saben que mi trayectoria ha estado vinculada durante años al mundo de la economía. Por eso, cuando tuve también el honor de ingresar hace ya algunos años en la Real Academia Europea de Doctores, centré en la cuestión del emprendimiento mi discurso de ingreso.
Ciertamente, y de manera casi automática, cuando oímos la palabra emprendimiento la asociamos mentalmente a la creación de empresas.
Nada más lejos de la realidad. Sin restar importancia a la vertiente económica a la que como les digo he dedicado buena parte de mi actividad profesional, el emprendimiento es una actitud que requiere un conjunto de virtudes y cualidades que son profundamente humanas, y que poco tienen que ver con la frialdad de las estadísticas o de los números.
¿Acaso no hay que tener una gran capacidad de emprendimiento para afrontar el reto de un folio en blanco y arrancar de él una novela o un verso?
¿No hay una gran fuerza emprendedora en imaginar una figura en lo que al principio no es más que un bloque de piedra?
La primera pincelada a un lienzo exige esa capacidad de emprendimiento, igual que cuando el investigador levanta el primer legajo que ha dormido el sueño de los justos y se propone descifrar su contexto histórico para que podamos entender mejor nuestro pasado.
De mi propia experiencia les diré que también ha sido necesaria una notable capacidad de emprendimiento para que la gran labor cultural y social de las cajas de ahorros no desapareciera con el fin de la actividad financiera de estas entidades.
A esa tarea, precisamente, he dedicado mi trabajo en los últimos años y puedo decir con satisfacción que buena parte de los objetivos que nos planteamos en su momento se han alcanzado y que podría resumir en haber convertido la Fundación Cajasol en un elemento dinamizador de nuestra cultura, manteniendo a la vez una importante obra social e importantes programas de formación y estímulo al desarrollo profesional y empresarial.
Si traigo esto a colación no es para glosar determinados méritos –que en todo caso corresponderían al conjunto de la institución que tengo el honor de presidir—, sino para poner en valor y realizar un justo reconocimiento del desempeño social y cultural que, durante muchas décadas, más de un siglo, desarrollaron las cajas de ahorro, entidades con profundas raíces en sus respectivos territorios.
Una labor sin la que sencillamente no se podría explicar buena parte de la vida cultural y del fomento y difusión de las artes, que, no sin dificultades, ha logrado perpetuarse en un reducido pero importante número de fundaciones sin ánimo de lucro que han logrado mantener aquel legado benefactor.
Sin las cajas de ahorro, por ejemplo, no se habrían reunido ni conservado algunos legados de gran importancia, como el de la Colección artística Cajasol, que periódicamente y atendiendo a distintos criterios, ponemos a disposición del público. Una colección, por cierto, compuesta por 7.000 piezas, muchas de ellas con origen en eta provincia de Cádiz, que abarcan un largo período de tiempo, desde el óleo sobre tabla del flamenco Pedro de Campaña, el pintor extranjero más importante, después de El Greco, que trabajó en España en el siglo XVI, hasta obras de vanguardia del siglo XXI, incluidas algunas de Tapies, Chillida o Gabriel Miró.
En este sentido, recuerdo con gran satisfacción la extraordinaria respuesta del público del Campo de Gibraltar a la muestra de Maestros del Barroco que celebramos hace no tanto en Algeciras.
Y les menciono esta papel de las antiguas cajas para subrayar que en el mundo de la cultura y las artes –cualquiera que sea la fórmula de expresión o el producto cultural resultante, de la literatura a la música, de las artes escénicas a la arquitectura–, a lo largo de nuestra historia han convivido entidades cuyo papel ha sido el de impulso a la conservación, la difusión y la creación artística y cultural.
Mantener esas instituciones, adaptarlas a los tiempos nuevos, resulta fundamental para que la fecunda creatividad de nuestra tierra encuentre un caldo de cultivo adecuado.
Encontrar nuestro espacio propio entre ese conjunto de agentes ha sido tarea de la Fundación que presido, así como de otras, y muy probablemente también, como sugería antes, es uno de los objetivos de nuestra Real Academia.
En ese sentido, hago mías las palabras que pronunció nuestra Excelentísima Presidenta, Doña Rosario Martínez, con motivo de la clausura del acto de toma de posesión como Académico de D. José Joly Martínez de Salazar. “Las Academias –decía doña Rosario—están obligadas a salir a la escena pública siendo las portavoces principales en materia del desarrollo científico y cultural de la sociedad española porque tanto su historia como su trayectoria y su extraordinario capital humano son vitales para la mejora del sistema educativo, científico, tecnológico, artístico y cultural de nuestro país y porque, además, entre nuestros deberes estatutarios y fundamentales está el de contribuir a ese desarrollo”.
Con el objetivo de avanzar en esos objetivos y de perfilar siquiera someramente un elemento fundamental hoy día en todo ese entramado de agentes que intervienen en los procesos culturales, como es el mecenazgo, quiero compartir con todos uds. algunas reflexiones, como en parte ya hice con los miembros de la Real Academia de Santa Isabel de Hungría de Sevilla en mi discurso de ingreso.
Como cualquiera institución o concepto que perdure a través de los tiempos, el mecenazgo ha experimentado profundos cambios desde que, en la época romana, siglo I de nuestra era, se le bautizara con el nombre del patricio Cayo Cilnio Mecenas.
Poco tiene que ver, es cierto, nuestra sociedad de hoy con aquella Roma que se nutría de las riquezas de todo el Mediterráneo a fuerza de conquista militares al tiempo que expandía la cultura latina que está en la base de nuestra lengua y civilización.
Sin embargo, sí que hay puntos de conexión entre aquel mecenazgo y otras formulaciones del mismo que hemos ido encontrando a lo largo de la historia.
Por ejemplo, el historiador, ensayista y crítico madrileño Francisco Calvo Serraller –de cuyo triste fallecimiento se acaba de cumplir un año— solía establecer un símil entre el mecenazgo en Roma y el que muchos siglos después se pudo reconocer, a caballo entre el Renacimiento y el Barroco, y que consistía en que los artistas se acogían a la condición de cortesanos para tener las manos libres, y el estómago lleno, para poder entregarse a su faceta creadora.
Don José Ortega y Gasset, con su legendaria retranca, sostenía en su obra Papeles sobre Velázquez y Goya, que el genial pintor sevillano se tenía a sí mismo no como un pintor, sino como un servidor del Rey que se enfrentaba al lienzo cuando se lo encargaban.
Lo recordaba con trazos brillantes no hace mucho Ángel Aroca, antiguo presidente de la Real Academia de Córdoba en la introducción al catálogo de la exposición del pintor cordobés Juan Hidalgo del Moral, que se ha exhibido recientemente en la ciudad califal y que tuve el honor de prologar.
Pero más allá de concomitancias históricas, quisiera defender que sí que existe un nexo perfectamente identificable en cualquier forma de mecenazgo que se haya conocido a lo largo de los tiempos.
Si me permiten un símil jurídico, y ya saben que no soy precisamente docto en esa materia, una especie de elemento esencial del contrato, que no puede ser otro que la pasión por esa forma de interpretar el mundo que son las artes, el amor por la cultura en cualquier de sus expresiones. Ese elemento esencial, el corazón del mecenazgo, no puede estar alejado, además, de una auténtica vocación altruista.
Así es. Como señalaba antes, todo el mundo del arte ha experimentado una profunda transformación. Su mercantilización –pues de alguna manera la cultura es también un producto comercial–, y el acceso masivo a la educación y la cultura –un fenómeno muy reciente en términos históricos— suponen condicionantes de primer orden sin los cuales es difícil, por no decir imposible, entender el contexto en el que se desenvuelve en la actualidad y sus perspectivas de futuro.
La relación entre la sociedad y la actividad cultural ha cambiado radicalmente en relación con los tiempos en que nacieron las Reales Academias, cuando la mayoría de la población, de qué serviría negarlo, bastante tenía con procurarse la subsistencia vital.
Si hablamos de mercantilización, creo que a nadie le sorprenderá que se diga que en las iniciativas de creación artística y, en general, en todos los procesos que podemos considerar culturales, desde la investigación a las bellas artes, confluyen hoy día numerosos intereses, que es preciso tomar en consideración.
Al referirnos al mecenazgo, como a cualquier otro fenómeno, difícilmente podremos encontrar la pureza, aunque insisto en que las vetas del altruismo y del amor por la cultura han de ser plenamente reconocibles.
Y es natural, nos guste o no, que, junto a ese gen absolutamente generoso, encarnado por personas que han dedicado su vida y hacienda al mecenazgo y por entidades como la que tengo el honor de presidir que no pueden, por su naturaleza fundacional, perseguir otros objetivos que los no lucrativos, convivan otros intereses.
Ciertamente, y por no andarnos con rodeos, existen entidades y empresas que apuestan por el mecenazgo porque entienden que vincular su imagen a la investigación, la divulgación o el fomento a la cultura o las artes les proporciona beneficios intangibles, pero perfectamente identificables en términos de notoriedad, prestigio y reputación pública.
Daré mi opinión sin ambages: nadie debe escandalizarse por ello, ni extender un manto de sospecha sobre estas fórmulas de promoción cultural en las que confluyen intereses de distinta naturaleza.
Nihil novum sub sole, podríamos decir, y si el arte ha sido a lo largo de la historia un instrumento de exhibición de poder también es ahora una herramienta idónea para la mejora de la reputación corporativa.
Periódicamente, la Asociación Española de Fundraising desarrolla un interesante barómetro que revela las motivaciones de las empresas para vincularse a una institución y lo cierto es que el fortalecimiento de la marca es la principal, aunque confluyen otras relacionadas con la promoción de valores éticos, el desarrollo del territorio en el que están asentadas o la consideración del mecenazgo como un ámbito adecuado para desarrollar la Responsabilidad Social Corporativa.
Creo que esas motivaciones son totalmente compatibles con el espíritu altruista del mecenazgo porque, además, no podemos olvidar que, sin la salvaguarda de esos intereses y beneficios comerciales, no habría recursos económicos que dedicar a esas tareas benefactoras.
También es verdad que el mecenazgo plantea a algunos la sospecha de que encubra algunas formas de manipulación o control de la creatividad por parte de intereses económicos.
Sinceramente, no creo que los distintos agentes culturales se prestaran a ello, pero, de cualquier modo, la tentación de un aprovechamiento espurio del mecenazgo también podría pensarse igualmente de las ayudas que se ofrecen a la actividad creadora por parte de los de los poderes públicos, evidentemente muchas veces condicionados por intereses de naturaleza política.
Por tanto, es evidente que una sociedad madura debe orillar esos peligros que rondan al mecenazgo pero convendría no desvirtuar una actividad lícita y benefactora poniendo más énfasis en estas excrecencias –por lo demás, inherentes a la naturaleza humana—porque lo realmente definitorio del mecenazgo es su carácter facilitador del desarrollo de la cultura y las artes haciendo que se alcancen unos niveles de excelencia en la creación y accesibilidad por parte del público que se frustrarían sin el concurso de las entidades y personas benefactoras.
En relación con el mecenazgo artístico, también es cierto que en ocasiones sufre una cierta desconsideración al considerarse un lujo que se contrapone a las graves carencia sociales que todavía existen, incluso en un sociedad avanzada como la nuestra.
No seré yo, en modo alguno, quien desconozca estas desigualdades y las dificultades por las que atraviesan muchas personas y familias, por distintos avatares de la vida, poniéndolos a veces en riesgo de exclusión social, que hay que combatir.
Personalmente, mis convicciones me han animado siempre a apoyar esas políticas de cohesión social y, en lo que respecta a la Fundación que presido, destinamos alrededor de un cuarto de nuestro presupuesto anual a programas de ayudas sociales, inserción laboral y formación.
Sin embargo, hay que rechazar una visión desenfocada de este asunto que trata de presentar como incompatibles las obras sociales con las iniciativas de promoción y difusión cultural.
De hecho, estas polémicas, de las que ahora les mostraré un caso concreto, nos dan una pista sobre la relevancia que la sociedad otorga a la cultura.
Como les digo, estimados amigos, no es esta una reflexión teórica que haga en el aire.
Hace unos diez años, una entidad financiera española sometió el destino de su obra social al criterio de sus clientes. Como consecuencia de ello, se produjo un drástico descenso de la inversión en programas culturales –que de suponer más de un tercio del total se redujeron al 5%– y algo similar ocurrió con los fondos destinados al deporte o medio ambiente.
Yo entiendo perfectamente que si a los clientes de una entidad se le pregunta por la finalidad de determinadas ayudas respondan de acuerdo a la llamada pirámide de Maslow, que como bien saben, sitúa en la base de las necesidades humanas aquellas que son más elementales y que podríamos vincular con la subsistencia.
Así que la respuesta de los clientes de aquella caja del norte de España resultaba perfectamente comprensible y más en un momento en el que la reciente crisis económica ya dejaba ver sus primeros efectos.
Lo que sucede es que una sociedad que se precie de avanzada no puede orillar la cultura, las artes, el pensamiento, ni siquiera en momento de dificultades económicas.
Nuestro gran pensador y filósofo José Antonio Marina, cuya presencia en Fundación Cajasol en no pocos actos es un auténtico lujo para nosotros, escribía hace tiempo, citando al antropólogo estadounidense Clifford Geertz.
“Las diferentes culturas son soluciones diferentes a aspiraciones y necesidades universales. (…) Todas las sociedades han establecido modos de convivencia, de resolución de conflictos, de explicación del mundo. Todas han bailado, contado historias, pintado, inventado técnicas, elaborado religiones, impulsadas por motivaciones que solo podemos inducir a partir de esas mismas realizaciones. Una de las actividades que han realizado siempre ha sido el arte. Por eso, conocerlo y comprenderlo forma parte de la comprensión de la naturaleza humana, lo que no es tarea sencilla.”
Los miembros de esta Real Academia, que han dedicado su vida a un esfuerzo intelectual en materia de investigación, de estudio y de creación, compartirán esta opinión del profesor Marina, pues por grandes que sean las necesidades y dificultades materiales que atenacen a una sociedad, es necesario concebir la cultura no solo como una actividad de ocio o esparcimiento sino como un instrumento de conocimiento de las sociedades, de respeto y de comprensión mutua.
Si alguien interpreta que estoy haciendo una defensa de las humanidades, le diré que acierta porque constituyen un patrimonio que no debe ser motivo de orgullo sino una herramienta de progreso y una fuente de oportunidades.
Para aprovechar dichas oportunidades, resulta imprescindible que conozcamos la enorme complejidad del entramado cultural de hoy, en el que interactúan una diversidad de agentes de variada condición.
En primer lugar y ante todo están los creadores, en su variada condición. Los artistas stricto sensu, pero también los investigadores, los intelectuales, todos aquellos que consagran su vida y su talento al magno esfuerzo de hacer nuestra sociedad más culta, más inteligente y más rica, no solo en términos materiales, aunque soy de la convicción de que una sociedad que apuesta por la inteligencia avanza más y mejor en el bienestar en todos los órdenes.
Y junto a los creadores emerge, y mucho más en una sociedad de masas como la nuestra, el público sin el cual ninguna expresión artística o investigadora, tendría sentido.
Y esto es aplicable a la comunidad universitaria que se beneficia de la labor de los estudiosos, también para una exposición en el MOMA de Nueva York, para nuestra Semana de las Letras que realizamos en Cádiz junto a la Fundación José Manuel Lara o, déjenme remontarme a los inicios de la civilización, para nuestros ancestros que se asomaban a contemplar las pinturas rupestres de las cuevas del extremo sur del Mediterráneo, en lo que hoy es nuestra provincia, como en el Tajo de la Figura, de Benalup, o las cuevas de Laja Alta, en Jimena.
Entre unos y otros, entre los creadores y sus públicos (que en términos comunicacionales podríamos identificar con emisores y receptores) también operan un buen número de agentes que resultan fundamentales para facilitar todo el proceso de creación y difusión. Sin ellos, la cultura y las artes no alcanzarían ni la excelencia ni la accesibilidad con que afortunadamente cuenta en nuestro tiempo.
Me estoy refiriendo, por supuesto, a entidades que ejercen el mecenazgo, pero también a los medios de comunicación e instituciones educativas, desde la Universidad a escuelas de negocios, y por supuesto a las instituciones públicas que tienen como obligación impulsar la cultura en todos sus ámbitos.
Para generar sinergias entre todas ellas y beneficiarnos mutuamente, hay que poner bases sólidas que son las que permiten multiplicar nuestra capacidad como posibilitadores de la cultura y ello solo se consigue con unos procedimientos de gestión perfectamente asimilables al management empresarial. Y algo de eso, de gestión profesionalizada, debiéramos ir incorporando a entidades como nuestra Academia.
En nuestra Fundación, por ejemplo, hemos trabajado durante años para ampliar las infraestructuras culturales, que luego se van convirtiendo en una realidad. Lo hemos hecho con la ampliación de nuestra sede en Sevilla, con nuevas zonas expositivas y una biblioteca, puesta disposición del público como lugar de trabajo, consulta o estudio.
Lo hicimos igualmente hace años en Cádiz, rehabilitando la Casa Pemán, hoy convertida no solo en sede de su legado sino en un espacio cultural de primer orden, en pleno centro de esta ciudad, donde se dan cabida, un día sí y otro también, a actividades propias, por supuesto, pero también a otras muchas en colaboración con entidades, tejido asociativo y organizaciones cívicas gaditanas de profundo entronque con el conjunto de la sociedad civil de esta provincia.
Una provincia en la que están diseminados muchos espacios públicos, propiedad de nuestra Fundación, que se han convertido, de la mano de muchas de esas entidades y colectivos, en lugares de puertas abiertas para que los gaditanos se encuentren, desarrollen sus actividades y, en definitiva, ofrezcan a la provincia de Cádiz tanto como tienen dentro.
De hecho, puedo anunciarles que, en los próximos días, nuestra Fundación va a inaugurar una nueva sede en la ciudad de Jerez, que contará con un auditorio y nuevos espacios expositivos, destinados a ofrecer a esta provincia nuevas infraestructuras de apoyo a la cultura y al tejido social gaditano.
Todo esto, se lo pueden imaginar, supone un esfuerzo que tal vez pueda parecer muy alejado de la faceta de creación artística y del impulso cultural y a la actividad de las organizaciones sociales, pero que en realidad está íntimamente vinculada a ellos en la medida que fortalece y vivifica el entramado del tejido cultural, haciéndolo mucho más sólido, más accesible para los creadores y para todo tipo de públicos y a la vez estimulando la industria cultural como factor económico de gran magnitud, en tanto que generador de un buen número de empleos, la mayoría de una cualificación media-alta y con un elevado uso de las tecnologías.
Entender cabalmente el papel que desempeña esa red de entidades que conviven en los entonos culturales es imprescindible para valorar en su conjunto la dinámica de la cultura hoy día, sacudida, como cualquier otro ámbito de la vida, por los profundos cambios sociales que experimenta, y cada vez a mayor velocidad, un mundo globalizado como el nuestro.
Las entidades que ejercemos el mecenazgo, y aquellas que aspiran a verse beneficiadas por él, no pueden permanecer ajenas a esta complejidad, ni asistir como espectadoras. Antes al contrario, deben desarrollar una estrategia congruente con sus propósitos.
Es verdad que los contextos varía en función de los países y les diría que hasta en las regiones. Por ejemplo, a diferencia de lo que ocurre en países anglosajones, donde el mecenazgo privado tiene mucho más predicamento, en España, como en otras zonas del Mediterráneo, a veces sucumbimos a la tentación de hacer recaer en exceso las iniciativas en las instituciones públicas, dejando a la privada un tanto preteridas.
En este sentido, debemos trabajar para propiciar un progresivo cambio de mentalidad que facilite una mayor implicación de los más variados sectores, incluida desde luego la iniciativa privada.
Y para ello, junto a ese cambio de mentalidad, es necesario habilitar instrumentos coherentes con estos objetivos y uno de ellos puede ser la tan anunciada, y nunca materializada, Ley sobre el Mecenazgo, un auténtico clásico entre los anuncios nunca cumplidos por parte de ningún gobierno.
Pero más allá de ironías, quisiera hacer algún apunte sobre la polémica sobre la conveniencia o no de que se establezcan beneficios fiscales para las empresas y entidades que desarrollen programas de mecenazgo.
No nos engañemos: hablamos de dinero y es entendible que dichos beneficios fiscales pueden entenderse como una subvención indirecta a ese mecenazgo porque se trata de recursos que se detraen de las arcas públicas con el fin de destinarse a programas gestionados por el sector privado, a través de empresas, fundaciones, etc.
Pero si hemos interiorizado con naturalidad que nuestras contribuciones a las ONGs, incluso a los partidos políticos y sindicatos, generen desgravaciones en nuestra declaración de IRPF concebidas como fórmulas para facilitar la afiliación y las donaciones a organizaciones humanitarias, también debe aceptarse que el mecenazgo se vea favorecido desde el punto de vista fiscal y que dichos beneficios se sistematicen a través de una ley que permita a las empresas y corporaciones planificar sus previsiones en esta materia con seguridad y certidumbre.
Por tanto, soy de la opinión que, articulados cabalmente, los estímulos fiscales al mecenazgo pueden ser positivos y los considero propios de un sistema fiscal avanzado y moderno.
Para facilitar esta comprensión, es necesario trabajar para extender una consideración elevada del papel del mecenazgo especialmente en el terreno de la cultura, que sin duda requiere de mayores facilidades y recursos que destinar a la gran capacidad creativa que una sociedad como la española y la andaluza tienen acreditada.
Para mejorar esa consideración sobre el mecenazgo y las organizaciones que lo llevan a cabo es imprescindible generar confianza, que supone un activo de primer orden. Y para alcanzarla, todos los sectores implicados en las tareas de mecenazgo debemos hacer un esfuerzo por una gestión cada vez más eficiente y profesional, además de transparente y pedagógica de nuestra tarea.
Ello requiere un ejercicio de rendición de cuentas llevado a cabo con la mayor claridad posible, para hacer comprender a la sociedad lo que hacemos, cómo lo hacemos y por qué lo hacemos.
Particularmente, uno de los trabajos a los que ponemos más mimo y atención en Fundación Cajasol es la elaboración de una memoria anual de nuestra entidad que, siendo totalmente privada y careciendo de ingresos públicos, sin embargo, dado su papel de profunda interrelación con nuestra sociedad, debe hacer un esfuerzo de transparencia y claridad en sus actuaciones, fines y objetivos.
Señoras y señores académicos,
Amigas y amigos,
Con mi intervención de ingreso en esta Real Academia he querido compartir con todos uds. algunas reflexiones sobre el papel que instituciones como esta deben desarrollar en el nuevo siglo que ya se adentra en la década de los 20.
También, algunas nociones sobre las estrategias e instrumentos al impulso cultural, y muy especialmente, a la labor de mecenazgo que concibo, como acabo de explicarles, como una actividad de muy amplio espectro, desde las humanidades a la ciencia, desde la economía a la investigación, de la música a las nuevas artes escénicas, donde la gestión profesionalizada y la transparencia desempeñan un rol imprescindible para poner a disposición de la sociedad espacios e instrumentos que posibiliten la creación y difusión de la cultura y de las artes.
Igualmente, he querido expresarles mi más firme convicción de que la cultura es y debe ser un instrumento de mejora de nuestra sociedad.
Como una vez le escuché decir a D. Emilio Lledó, “uno no puede ser más que su propia memoria” y entidades como esta Real Academia representan el legado de esa memoria, de los esfuerzos a acumulados a lo largo de más de dos siglos por sucesivas generaciones de hombres y mujeres que han hecho del estudio, de la inteligencia y de la creatividad en todos los campos la pasión de sus vidas.
El fruto de todos esos esfuerzos lo tenemos, hoy aquí, nosotros en nuestras manos y de nuestra voluntad y capacidad depende que hagamos honor a nuestra historia y dejemos a las futuras generaciones una herencia aún mejor que la que hemos recibido y que nos compromete.
Debemos hacerlo, además, al modo en que se hacen bien las cosas en pleno siglo XXI, procurando incorporar tanto como tienen que aportar los más jóvenes, que dentro de unos pocos de años –y ya sabemos todos que el tiempo vuela— se encargarán de gestionar lo que hoy podamos hacer nosotros.
Antes de concluir, permítanme llevar a sus oídos unos breves fragmentos entresacados del discurso del gran escritor gaditano José Manuel Caballero Bonald, con cuya Fundación tenemos el gusto de colaborar asiduamente, en la recepción del Premio Cervantes, hace ya algunos años.
Decía Caballero Bonald:
“En un mundo como el que hoy padecemos (…) hay que reivindicar los nobles aparejos de la inteligencia, los métodos humanísticos de la razón. (…) Leer un libro, escuchar una sinfonía, contemplar un cuadro, son vehículos simples y fecundos para la salvaguardia de todo lo que impide nuestro acceso a la libertad y la felicidad. Tal vez se logre así que el pensamiento crítico prevalezca sobre todo lo que tiende a neutralizarlo. Tal vez una sociedad decepcionada, perpleja, zaherida por una renuente crisis de valores, tienda así a convertirse en una sociedad ennoblecida por su propio esfuerzo regenerador”.
Quiero creer, estimados amigos y amigas, que, a ese esfuerzo regenerador, de mejora y avance, estamos llamados todos los que sentimos inquietud por lo que nos rodea.
También, por supuesto, instituciones como esta Real Academia de las Bellas Artes de Cádiz, a la que me sumo hoy con tanto orgullo como responsabilidad.
Como nuevo académico de honor, y también como presidente de Fundación Cajasol, una entidad con profundas raíces con Cádiz y su provincia, de Algeciras a Jerez (no en vano, en los orígenes más remotos de nuestra entidad se sitúa la Caja de Ahorros de Jerez, fundada en la ya remota fecha de 1834), quiero expresarles mi más insobornable compromiso con esta Real Academia y con esta tierra.
Creo, en este sentido, que la presencia en este acto de una persona comprometida con la cultura y el avance social como es el alcalde de la ciudad que nos acoge es un magnífico síntoma, que, José María, quiero agradecer expresamente. Académicos, autoridades, amigas y amigos: muchas gracias por su benevolencia y atención.